Siempre he tenido una relación un poco ambigua con el verano. Durante mi niñez y adolescencia lo disfruté de lo lindo en los viajes con mis padres a los que les encantaba ir de camping. Sin embargo, pronto me “emancipé” de los veranos tutelados y me quedé en casa. Esa época me gustó menos: demasiada fiesta y demasiado descontrol. Una vez que mi cabeza volvió a su sitio, retomé el disfrute del verano: playa, tranquilidad y buenos alimentos. Y en estas llegaron los niños.
El verano ha vuelto a cambiar para mí. Sigue habiendo playa, pero un poco menos de tranquilidad. ¿Buenos alimentos? Regular. Este ha sido el segundo verano que nos echamos a la carretera con los niños en busca de una de esas atestadas zonas turísticas del Levante español. Y con la casa a cuestas casi como lo hacían mis padres. Pero es evidente que mi generación es un poco más “comodona” que las anteriores.
Sirva de ejemplo el abastecimiento para estas vacaciones. Desde semanas antes estuve agobiado por cómo dar de comer a todo el mundo en nuestro apartamento vacacional. ¿Sabéis la cantidad de leche desnatada que beben estos retoños míos? Me pasé buena parte de las vacaciones en el supermercado tirando por bolsas repletas de comida sorteando a jóvenes guiris comprando el botellón para la noche. Y yo con litros de leche a mi espalda.
Además de sentir un poco de nostalgia me di cuenta de que no me vendría mal volver al gimnasio. Cargar con 15 kilos de niño al hombro del apartamento a la playa porque el chaval quiere ir en volandas hasta la arena me recordó lo enclenque que soy. No recuerdo a mi padre quejarse de tirar por sus tres hijos. Pero a lo mejor lo hacía y mi memoria selectiva solo se acuerda de lo bueno.
Y mi pobre mujer se pasó la mitad de las vacaciones haciendo comidas, preparando bocadillos y biberones. Porque alguna salida había que dar a todos esos litros de leche desnatada. ¿Y qué tal las vacaciones entonces? Bien… pero sin darse un bañito tranquilo en el mar. Cosas de padres primerizos.