Llevaba tiempo intentando convencer a la familia de pasar unos días en el pueblo en el que yo solía ir con mis padres en verano. Es un pueblo de León poco turístico, pero en el que yo pasé muchos inolvidables veranos. Claro, yo entiendo que mi familia no tenga el mismo interés que yo en ir a un pueblo perdido en León en el que no hay mucha oferta de actividades turísticas clásicas. Pero después de darles la tabarra al final accedieron a pasar unos días en primavera.
Una vez que me dieron el ‘OK’ me tocaba buscar un lugar en el que quedarnos porque cuando yo iba con mis padres íbamos a un camping y por ahí sí que no pasaban: o una casa o que me olvidara. No era tan sencillo buscar una casa, porque hoteles solo había una y no me gustaba demasiado. Prefería una casa, pero había que encontrarla.
Buscando por la red terminé dando con una buena opción. Tenía todos los ingredientes de la clásica casa de pueblo que tantas veces vi en los veranos que pasé allí: paredes blancas, grandes ventanas con persianas alicantinas verdes, dos pisos y bancos a la entrada… para tomar el fresco. Porque tomar el fresco es casi una religión en esta clase de pueblos: en mi época, la gente sacaba la televisión a la calle y se reunían ahí a ver el partido o lo que fuera. Enseñé las fotos que tenía de la casa a mi mujer y mis hijos y fruncieron un poco el ceño, pero entonces les puse fotos del camping del pueblo y rápidamente me dieron el ‘OK’ también para la casa.
Aunque les costó adaptarse, al tercer día ya parecían un habitante más del pueblo. Y es que la vida en esta clase de lugares puede ser muy placentera si sabes bajar el ritmo y olvidarte de algunas comodidades. Que sí, que internet no iba muy bien, pero mis hijos aprendieron a subir y bajar las persianas alicantinas para poner o quitar el ‘aire acondicionado’ según el momento del día. Por supuesto, las próximas vacaciones las eligen ellos.