Alfredo miraba a su alrededor y solo encontraba condescendencia y frases de autoayuda, pero nadie parecía comprender realmente su estado. La enfermedad cansa, sobre todo cuando es ajena, porque el mundo no quiere estar siempre pensando en desgracias. Pero cuando a uno le toca una enfermedad grave y no encuentra consuelo ni empatía, termina por deprimirse.
A Alfredo le habían diagnosticado carcinoma epidermoide esófago. Y le tocó aprenderse bien todo lo relacionado con la enfermedad, no solo por su propio bien, sino para explicárselo a todo él que preguntaba. Porque incluso con cáncer nadie está libre de dar explicaciones. Eso sí, a la décima explicación, Alfre se cansó y decidió que diría cáncer a secas, para no complicarse más la vida.
No tardó mucho en pasar por el quirófano. La operación, complicada como suele ser en estos casos, se saldó sin novedad. Después vino la larga recuperación… y la quimioterapia. Fue en ese momento cuando uno de sus médicos le recomendó acudir a alguna charla grupal para hablar con otros afectados por la misma enfermedad. Y así lo hizo. Pero entonces, después de un par de charlas, se sintió como Edward Norton en El Club de la lucha, solo que él sí estaba enfermo. Le entraron ganas de pelearse, pero no encontró ningún club por la zona.
Con todo, Alfre persistió y acudió a otro grupo diferente. Y, por fin, encontró a unas personas con las que compartir experiencias. Y es que los sanos tienden a creer que todos los enfermos de cáncer pueden meterse en el mismo saco, como si al contraer la enfermedad perdiesen su carácter. Alfredo tenía una personalidad muy especial y en aquel grupo encontró la horma de su zapato.
En ese grupo no se hablaba de carcinoma epidermoide esófago ni de enfermedad: todos padecían o habían padecido cáncer, pero ese tema quedaba fuera de las reuniones. Se podía hablar de todo, menos de eso. Y Alfredo se sintió feliz, alejado de manuales de autoayuda y miradas compasivas. Con sus nuevos amigos volvió a sentirse un hombre, no un enfermo que busca comprensión.